Homérica deuda educativa

La deuda educativa que tiene este país con la zona rural es enorme. En el año 2005 el Ministerio de Educación realizó una evaluación censal de los logros de aprendizaje en tercero, sexto y noveno grado a nivel nacional, con el objetivo de “producir información sobre los logros de aprendizaje en Lenguaje y Matemática en los tres ciclos de Educación Básica y contrastarlos con las metas y resultados proyectados en el Plan 2021, para saber dónde estamos y cuánto nos falta para lograr estos propósitos”.

Los resultados fueron publicados en el 2006 en un documento titulado “Logros de Aprendizaje de Educación Básica en El Salvador”; en él se muestran, entre otros, los siguientes promedios por zonas y sectores:

SECTOR/ZONA Lenguaje y literatura Matemáticas
Privado 6.77 6.75 6.52 6.19 6.17 6.06
Público 5.41 5.38 5.27 5.17 5.00 4.89
Urbano 5.91 5.89 5.70 5.52 5.43 5.27
Rural 5.26 5.16 5.05 5.09 4.82 5.27

En todos los grados, los promedios de las dos asignaturas en el sector público son mucho más bajos que los promedios en el sector privado: el privado aprueba en todos los niveles, el público no aprueba en ninguno. De igual manera -aunque no se especifica si son consideradas las instituciones educativas privadas en los resultados de la zona urbana- todos los promedios de ésta son más altos que los de la zona rural, aunque ninguno sea suficiente para aprobar.

Años después, en el 2012, la Prueba de Logros de Aprendizaje en Educación Básica, conocida por la comunidad educativa como “PAESITA”, mIdió los resultados académicos a nivel nacional en los mismos grados, materias, zonas y sectores. Los resultados obtenidos son bastante similares a los del 2005:

SECTOR/ZONA 3º grado 6º grado 9º grado
MAT LEN TOT MAT LEN TOT MAT LEN TOT
Privado 6.21 6.45 6.30 5.02 6.16 5.54 5.08 6.21 5.73
Público 5.56 5.58 5.51 4.48 5.27 4.74 4.54 5.50 5.00
Urbano 5.75 5.93 5.79 4.57 5.59 4.97 4.77 5.92 5.38
Rural 5.59 5.53 5.50 4.57 5.25 4.77 4.46 5.25 4.81

Aunque los promedios de matemática en sexto y noveno grado han bajado considerablemente, en los tres grados, tanto a nivel global como en cada una de las asignaturas, el sector privado vuelve a obtener mejores resultados que el sector público y, si bien la diferencia no es abismal, en ningún grado los resultados de la zona rural superan a los resultados de la zona urbana, ni a nivel global ni a nivel específico, en cada una de las asignaturas. Únicamente en sexto grado son similares los promedios en la asignatura de matemática en ambas zonas.

La cosa es clara: la educación privada es mejor que la educación pública y la zona urbana recibe mejor educación que la zona rural. De lo privado a la estatal existe un gran abismo en cuanto a calidad educativa; el mismo que existe, aunque en menor escala, entre la ciudad y el campo. Dicho de una manera más cruda y metafórica: del rancio pastel educativo que tenemos en el país, a la zona rural le tocan sólo las migajas.

Quise revisar, en esta misma línea, algunos datos sobre educación media rural, pero no existen. Resulta que casi todos los institutos públicos de educación media se ubican en zonas urbanas, lo cual significa, en la práctica, que aquellos estudiantes de las zonas rurales que quieren continuar sus estudios de bachillerato, previo a sus estudios universitarios, deben viajar hasta la ciudad. De hecho, siempre se la pasan viajando: de un cantón más pequeño, en el que sólo estudian hasta sexto grado, a otro más grande donde poder estudiar hasta noveno y luego viajan al pueblo más cercano para estudiar bachillerato. Son muy pocos aquellos a los que, después de todo lo anterior, aún les quedan ganas y recursos para viajar, normalmente a la cabecera departamental, a estudiar una carrera universitaria.

Las causas de estos bajos resultados son estructurales en su mayoría: la oferta educativa (primaria, básica, media, superior) es mayor en los lugares en los que más población se concentra (cantón, pueblo, cuidad). Lo mismo sucede con los recursos humanos, económicos, culturales, materiales y tecnológicos. La inversión económica en educación, por ejemplo, suele disminuir en las zonas más alejadas del territorio; esto significa que las escuelas rurales más recónditas son normalmente las más deterioradas, las que no cuentan con bibliotecas ni con los servicios básicos y los recursos materiales necesarios para garantizar una óptima educación. A esas zonas casi siempre se envía a los maestros recién graduados, ¡jóvenes e inexpertos!, que por lo general miran su asignación como “una desgracia” y la aceptan porque “no queda de otra” y que casi siempre piden su traslado a un lugar más cercano en el tiempo que lo permite y estipula la ley o cuando se pueda.

La otra causa es la pobreza. No se puede pensar bien con el estómago vacío y en el campo ha estado vacío durante mucho tiempo. Es bien sabido que la capacidad de aprendizaje de un estudiante poco y mal alimentado no es la misma que la del estudiante que sí lo está; para crear y producir ideas el cerebro necesita primero alimentarse y alimentarse bien. Por otro lado, si no hay recursos económicos, no hay forma de adquirir los materiales educativos que no proporciona la escuela, entre ellos los libros, ni de viajar a lugares más alejados para procurarse una mejor educación.

En la vida diaria el significado concreto de “bajos resultados” es “vacío cultural”. Por eso no me extraña -aunque sí lamento- lo que descubrí en estos días y que aún me tiene en shock. Me enteré que Homero, en “La Ilíada” nunca habla del dichoso caballo de Troya y que, en ella, tampoco se dice que Paris mate a Aquiles de un flechazo en el talón. ¡Crecí creyendo que era así! y, a mis cuarenta y tantos años, me entero de que no lo era. Más de cuarenta años viviendo en la ignorancia (recientemente alimentada por Hollywood) y ¡nadie me lo dijo!

Sí, ¡yo también soy heredero de esa deuda educativa! Viví y crecí en la zona rural y, como tantos otros, mi formación básica y media la realicé en instituciones públicas del occidente del país: la primera en dos escuelas de la zona rural y la segunda en el instituto nacional del pueblo más cercano, a 25 kilómetros de distancia. Repleta de carencias de todo tipo y con el sello de la pobreza por todos lados -lo confieso- mi vida y mi educación académica transcurrieron por caminos sinuosos.

Recuerdo, después de tanto tiempo, que las condiciones educativas de la escuelita rural en la que estudié el primer y segundo ciclo de educación básica eran verdaderamente deplorables: viejas y destartaladas instalaciones, sin servicios sanitarios, sin agua potable y sin electricidad; maestros que, con mucho esfuerzo y sacrificio, llegaban tarde desde la ciudad y se iban temprano para que no los dejara el único autobús que pasaba por el lugar; por pupitres teníamos unas viejas mesas y bancas dobles; por biblioteca, únicamente el Silabario y el Farolito; por cuadernos, libretas de papel de empaque cosidas a mano y rayadas con lápiz; teníamos una vieja y descolorida pizarra que, para medio resaltar su color verde, utilizábamos hojas de higuerilla, etc. El tercer ciclo lo estudié en una escuela unificada que quedaba a tres kilómetros de distancia de donde vivíamos. Caminábamos ese recorrido todos los días, en plena guerra y con el sol quemándonos la cabeza.

Estudiar bachillerato general fue en mi caso una verdadera hazaña. Recuerdo que inicialmente viajaba todos los días pidiendo aventón, tanto de ida como de regreso; asistía a clases siempre que alguien se dignaba llevarme de gratis y regresaba a casa cuando se podía, de lo contrario me quedaba a dormir en el corredor de una casa en la que uno de mis primos, con su familia, alquilaba un pequeño cuarto. Cuando esto sucedía, asistía a clases al día siguiente con el mismo uniforme, sucio, y sin haber comido nada. Al final, decidí mejor no viajar. La dueña de la casa tuvo a bien facilitarme el rincón del final del corredor en el que levanté unas paredes de cartón y construí un pequeño cuarto. Una vez por semana me llevaban desde el campo la comida que iba a necesitar: un montón de tortillas y una buena olla de frijoles. Cuando no había ni eso, comía, con sal, los mangos tiernos que cortaba en lo que ahora es el complejo deportivo del pueblo o lo poco que me daban los amigos.

Estudiar una carrera universitaria fue para mí un verdadero regalo. ¡Nadie en mi familia estaba capacitado para financiármela! Jamás terminaré de agradecer a quienes me ayudaron tan desinteresadamente.

Y ahora, después de haber descubierto ese grave error histórico-literario, me pregunto ¿qué otras tantas cosas daré por ciertas y no lo son? ¿Qué otros conocimientos de cultura general no aprendí? Porque, en cuestión educativa, lo confieso, recibí lo poquito que me dieron y, después de tanto tiempo, es triste y lamentable darme cuenta que, a lo largo de mi vida, aprendí cosas que nadie me dijo que eran un error y que viven conmigo ahora, con categoría de certeza, determinando mi conducta y moldeando mi personalidad. Lo he confirmado una vez más, con amargura y con crudeza, leyendo a Homero, ahora que sí puedo hacerlo.

Y por desgracia no soy el único. Veo con tristeza a mi gente de la zona rural y descubro en ellos la misma ignorancia. Por ejemplo, mi tío, hábil agricultor de 76 años, me dijo una vez que él no creería nunca que fuera la tierra la que diera vueltas alrededor del sol y que éste permaneciera quieto, porque lo veía salir por un lado y meterse por el otro y porque, además, de ser así, “en la mañana, cuando amanezca, en lugar de amanecer yo sobre la cama, la cama amanecería encima de mí”. Jamás escuchó hablar de Copérnico y de Galileo. Más recientemente, mi primo, que se educó en las mismas escuelas rurales en las que me eduqué yo, no sabía de la existencia de otras galaxias ni que la luz de la luna es el reflejo de la luz del sol: creía que la luna tenía su propia luz, al igual que las estrellas. Mi madre, fervorosamente religiosa, habla de Adán y Eva como una pareja humana de carne y hueso que realmente existieron: ignora que, desde 1950, con la publicación de la encíclica Humani Generis del papa Pío XII, la Iglesia católica ha aceptado la teoría de la evolución y, con ella, la evolución del cuerpo humano a partir de una especie inferior de primates.

¡Dolorosa ignorancia! que, al verla más de cerca y al multiplicarla por el número de todos aquellos que la hemos padecido durante tanto tiempo, evidencia la magnitud del daño cultural que se le ha hecho a nuestra gente y se convierte en el caldo de cultivo de numerosos temores, creencias y supersticiones que vulneran a la población y la dejan a merced de cualquiera.

¿Qué se puede hacer al respecto para no seguir amontonando ignorancia sobre ignorancia?

Casi siempre a la falta de dinero se le ha adosado la falta de voluntad política como causa y excusa del por qué no avanzamos en materia educativa. Hoy tenemos al frente del Estado y del Ministerio de Educación a dos educadores; tenemos a dos “mirmidones” dirigiendo estos “barcos de combate” (por utilizar una metáfora de la Ilíada). Es de suponer que no faltará la voluntad política. Lo primero que tendrán que hacer entonces es asignar un mayor presupuesto al Ministerio de Educación y optimizar los recursos económicos, priorizando la inversión educativa en la zona rural del país. A la par de lo anterior, deberán reformar algunos artículos de la Ley General de Educación y de la Ley de la Carrera Docente, de manera que se garanticen los medios para identificar a los maestros que no trabajan o que lo hacen de manera mediocre y se les obligue a realizar un trabajo de calidad y se sancione o suspenda a aquellos renuentes o reincidentes. La reforma legal también debería procurar espacios para la formación permanente de los docentes y exigirla como requisito para renovar el escalafón ministerial; todos los maestros deberían ser examinados periódicamente (no sólo al inicio de su vida profesional) para verificar si cumplen los requerimientos cognoscitivos y pedagógicos mínimos para poder seguir enseñando. Interesante sería que el salario mensual de los docentes, a partir de cierto monto estable e inamovible, fluctuara dependiendo de los resultados obtenidos y verificados en sus estudiantes. También se debería evitar este terrible mal que padece nuestra educación nacional: se invierte en la formación pedagógica de los docentes, se les capacita para que su trabajo en el aula sea efectivo y eficiente, se les enseña a enseñar y, cuando ya están bien preparados, se les retira de las aulas y se les asignan tareas administrativas. ¡Menudo desatino! ¿Y si a la zona rural se enviara a los mejores y más experimentados maestros y se les pagara un salario doble o se les premiara con otro tipo de compensaciones? ¿No podría acercarse más al campo la oferta educativa, al menos la educación media?

Realizar todo lo anterior implica lograr el consenso de las diferentes fuerzas políticas en la Asamblea Legislativa y, por lo mismo, alargaría indefinidamente el proceso. Pero hay algo que se podría hacer de forma inmediata y que no requiere, a mi entender, tanto cabildeo: armarse de un enorme coraje para poder decir no a las políticas educativas, antojadizamente cambiantes, que dictaminan los organismos internacionales que nos otorgan los préstamos económicos y que han marcado el rumbo de nuestra maltrecha educación a lo largo de todos estos años.

En efecto, bajo el entendido de que, como se dice popularmente, “el que paga los mariachis pide las canciones”, nuestras políticas y reformas educativas han estado regidas por lo que deciden y ordenan los dos principales organismos financieros globales, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. A ellos, como es lógico, lo que les interesa es el dinero, no la educación; por lo mismo, las políticas educativas que dictan están orientadas no al desarrollo cultural de los pueblos, sino a sus intereses económicos a mediano o a largo plazo. Estos organismos impulsadores del mercado global neoliberal saben perfectamente que un pueblo sin educación es fácil de engañar y de hacerlo caer en la trampa del consumismo. Por eso no es de extrañar que seamos el tercer país más consumista del mundo, después de Lesoto y Liberia (Cfr. PNUD, Informe de Desarrollo Humano 2010). ¿Se puede decir no a sus condicionamientos? Debería hacerse, de lo contrario estaríamos perdiendo nuestra autonomía educativa, sacrificando el plan de nación y comprometiendo todavía más el futuro de nuestra gente.

A mí me quedan pocos años y tengo aún mucho que aprender como heredero de esta homérica deuda educativa y quizá no llegue a reparar por mi cuenta todo el daño que me hicieron al no formarme como se debía. Hoy -¡por suerte o por milagro!- tengo los medios necesarios y desde hace algunos años he comenzado a saldar mis carencias culturales, sobre todo en el campo de la literatura. Habrá muchos de mis hermanos y de mis paisanos de la zona rural de nuestro país que no lo lograrán y quizá morirán sin conocer su ignorancia. Muy lamentable sería que sigan viniendo otros, generación tras generación, que no tengan la dicha y el placer de leer a Homero, a Gracián… o a Dostoyevski.

“Mas, ¿por qué en estas cosas me hace pensar el corazón?”
Homero en “La Ilíada”.

Por Héctor Zamora López