El reglamento ideal

Hace ya algún tiempo tuve noticia de las conclusiones de un estudio que relacionaba la extensión del conjunto de leyes de un país con su respectivo nivel de desarrollo. No puedo citarlo con exactitud, pero doy fe de su planteamiento: que mientras menos desarrollado era un pueblo (cultural y económicamente hablando), su cantidad de leyes y reglamentos tendía a crecer, como si la gente de estos países necesitara que se le hiciera explícito incluso lo obvio.

Traigo a cuenta lo anterior a propósito de las normas de convivencia escolar, su aplicación y especialmente la reacción de quienes esgrimen en su defensa el argumento de que una falta señalada -y por la cual se les llama la atención o se les sanciona- “no está en el reglamento”. Que no es la mayoría, sí, pero “de que los hay, los hay”; por eso, dentro de la más correcta formulación, la verdad les sea dicha: no hay “reglamentos para dummies”.

Según varias fuentes de Internet, “dumm” es una palabra alemana de connotación cariñosa mas no del todo agradable, como decir “bobo” sin ánimo de ofender, tanto así que actualmente en casi todas las disciplinas encontramos libros “para dummies”, que la gente compra muy de su agrado porque su propósito es explicar las cosas tal como lo pedía el abogado que personificó Denzel Washington en la película “Philadelphia” (1993), es decir, “como si yo fuera un niño de cuatro años”, en alusión a la incipiente lógica y nivel de entendimiento de esas enternecedoras criaturas; lo cual está muy bien… ¡siempre que no nos hagamos pasar por “dummies” a conveniencia!

Admitamos como cierto, en primer lugar, que “sobre aviso no hay engaño” y todos los miembros de una comunidad educativa deben conocer sus derechos y deberes, así como las normas generales vigentes. Sin embargo, tanto o más cierto que lo anterior es que hay cosas que son tan elementales que no hace falta ponerlas en un reglamento; y aún más: que si se pusieren tendríamos un documento de no menos de cien páginas (y creciendo constantemente), el cual resultaría además ridículamente cómico, al estilo de cuando al mítico pueblo de Macondo lo acometió la peste del insomnio y sus habitantes comenzaron a perder la memoria, teniendo que escribirlo y rotularlo todo (“esta es la vaca, hay que ordeñar todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”).

Que los pasillos, caminos y senderos son para que la gente transite, está claro; tanto como que las gradas son para que las personas suban o bajen con seguridad de un nivel a otro y que, en cambio, las bancas fueron inventadas para sentarse en ellas. De ahí que al ver a estudiantes sentados en todo lo ancho de las gradas del amplio pasillo de acceso al edificio administrativo, bloqueando el paso, es lógico y acertado pedirles, con firme amabilidad, que despejen el área y se trasladen a las bancas, adonde corresponde; esto muy a pesar de la necedad, tozudez o rebeldía de quien quisiera argumentar que “en el reglamento no dice que no nos podemos sentar en estas gradas”. Pues bien: la mencionada exigencia puede hacerse por simple aplicación de un sano principio de convivencia generalmente aceptado, como es el respeto al derecho ajeno (que, por cierto, sí está en el reglamento).

Razonemos al respecto en otro ámbito: aunque el proceso educativo se realiza en conjunto, la obtención de las notas mayoritariamente es un acto individual, de ahí que la transmisión ilícita de información durante las pruebas escritas esté considerada como un fraude, lo mismo que plagiar un trabajo ex aula (“copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”). Normalmente, la detección de estas actividades resulta en la anulación de la nota correspondiente, basándose en una lógica no tan difícil de comprender. Sin embargo, una institución tendría que considerar bastante duros de entendimiento a sus estudiantes y familiares, si se viera en la necesidad de escribir en el reglamento un artículo que dijera: “en los exámenes escritos individuales no se permite la ayuda externa al estudiante, por cualesquiera medios físicos detectables (escritura, gestos, sonido, mensajes a celular, claves secretas, etc.), en razón de que la obtención de tal nota es responsabilidad suya, personal e intransferible”. Ya si el reclamo fuese que al infractor se le anule sólo aquella pregunta en la que estaba copiando, la única opción del docente sería mesarse.

El planteamiento central del presente artículo no es avalar o justificar ningún tipo de arbitrariedad (“acto o proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes, dictado solo por la voluntad o el capricho”), sino criticar una conducta cultural muy en boga y peligrosamente contagiosa en los tiempos que corren: la manía de protestar por todo aunque no se tenga la razón, con tal de salirse con la suya, recurriendo -así sea necesario- a interpretaciones retorcidas y erradas, pero convenientes para sí, de normas elementales; lo cual generalmente se traduce en el consabido y desafiante “muéstreme en qué parte del reglamento dice” tal o cual cosa.

Para satisfacer a este tipo de personas, un reglamento escolar quizá tendría que contener disposiciones del siguiente calibre:

  • Queda prohibido que un estudiante, varón o señorita, conecte una manguera y bañe enteramente o por partes a otra persona, aun si quien recibe el agua ha dado su consentimiento para tal acción.
  • Se considera falta grave apedrear vehículos desde el talud contiguo al bulevar Tutunichapa o desde cualquier otra ubicación del colegio.
  • No está permitido que un estudiante de cualquier género llame a otra persona a gritos, estando emisor y receptor dentro de aulas distintas y distantes, en período de clase.
  • Los y las estudiantes harán sus necesidades fisiológicas dentro de los servicios sanitarios instalados en los correspondientes módulos de aulas.
  • No se permite la suplantación física de un estudiante para fines de obtener notas o cumplir con sus responsabilidades académicas.

Dudo mucho que, para entendernos como es debido, el ideal al que queremos llegar sea un reglamento de ese tipo. ¿Qué tan difícil es actuar con eso que paradójicamente llamamos “sentido común”?

Por Rafael Francisco Góchez